Marginación, olvido y violencia, la vida de una mujer nahua de 78 años en Ayotzinapa, Tlapa

 

Doña Francisca tiene 78 años, unos 50 los vivió en el ir y venir de su comunidad a los campos de cultivos del norte del país como jornalera, para mantener a sus hijos, desde que se casó a los 13 años.
Sentada en una piedra, afuera de su casa de adobe y lámina en la comunidad nahua de Ayotzinapa, del municipio de Tlapa, doña Francisca Modesto Ortiz contó que no sabe leer, no fue a la escuela porque tuvo que ayudar a su mamá en los quehaceres de su casa, por ser la mayor de cinco hermanos.
Ella se casó a los 13 años, pasó cinco recibiendo golpes de su marido, y agresiones verbales de la familia porque no se podía embarazar, “no era mujer y tenían que curarla”.
Después de ese tiempo, tuvo a su primera hija, parto que coincidió con el nacimiento de uno de sus hermanos y la muerte de su mamá, de quien no pudo despedirse.
Desde entonces empezó a salir como jornalera al corte de pepino, chile, tomate y jitomate, entre otras verduras, a Morelos, Sonora, Sinaloa y Baja California, con su esposo, para que les alcanzara para mantener a sus hijos.
En ese recorrido por el país como jornalera enviudó mientras trabajaban en Morelos, no supo las causas de la muerte de Agustín de la Cruz, su marido, lo que si recuerda es que andaba bebiendo y la dejó muy joven, porque apenas tenían cinco hijos, y que recogió su cuerpo para sepultarlo en Ayotzinapa.
Siguió alquilando su mano de obra como jornalera al responder los llamados de los mayordomos o enganchadores oriundos de su comunidad, donde no hay trabajo, la agricultura es de temporal y para subsistir unos meses.
Es una comunidad de muy alta marginación, con mil 693 habitantes, donde más del 70 por ciento es analfabeta y sin educación básica terminada; su casa no tiene drenaje, agua potable ni electricidad.
Otra actividad que tenía la comunidad era la venta de leña, pero los árboles de encino y pino se sobrexplotaron y ahora las montañas están erosionadas.
La manufactura de sombreros de palma en greña, que los acaparadores compran en la localidad, es parte del ingreso adicional de estas familias desde hace décadas. Hoy les pagan a 5 pesos cada sombrero, a 60 pesos la docena, compran el ciento de palma a 65 pesos y hacen uno o dos sombreros al día.
Otra actividad que les permite tener ingresos es la siembra del maíz, “a los que se van, cuando vuelven, nosotros les vendemos maíz o lo intercambiamos con los que ellos traen”, dijo.
Doña Francisca dijo que en los últimos 10 años dejó de trabajar como jornalera; porque acordó con su hija, Aurelia de la Cruz Modesto, que se quedaría a cuidar a sus nietos, porque su marido la dejó por otra mujer y el único trabajo que puede hacer es el de jornalera.
Sin embargo, eso no duro mucho tiempo, porque su hija Aurelia fue asesinada en el camino al poblado; la gente dice que el asesino es su ex pareja, por lo que la abogada Neil Arias Vitinio, del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, exigió que su caso se considerara feminicidio.
No recuerda cuántos años han pasado, tres o cuatro, sólo sabe que le quedó la responsabilidad de cuidar a dos nietos: Agustina y Martín Francisco, quien era un bebé el día que mataron a su mamá y terminó en su espalda, amarrado en su rebozo, lleno de sangre y mojado por la lluvia de esa mañana.
Recuerda que su hija salió a buscar crías de cerdos al poblado de Tlatlauquitepec, municipio de Atlixtac, para vender la carne en un negocio que habían emprendido para dejar de salir como jornaleras; les estaba funcionado, pero eso se acabó la mañana del martes, cuando le avisaron de su muerte.
Tras el feminicidio, la falta de dinero y con la responsabilidad de dos nietos y sus 78 años, doña Francisca intentó regresar a los campos como jornalera, pero esta vez se topó con que ya no recibían a los adultos mayores, “nomás con que te vean tres pelos blancos en la cabeza, ya no te reciben”, se queja.
Cuenta que los mayordomos le dijeron que las empresas no quieren contratar a personas mayores porque ya no rinden.
Ahora la única opción que le queda es sembrar maíz en su tierra, alquilarse como trabajadora y tejer sombreros para sostener a Agustina, que cursa el cuarto grado de primaria, y a Francisco, que está en preescolar, con la resignación de que su nieta repita la historia de ella y su hija, casarse antes de los 15 años y ser jornalera, hasta que envejezca.

 

Porfiria Vázquez, jornalera de La Montaña, murió buscando la subsistencia en Sinaloa

 

 Tlachinollan “Mi mamá se enojaba porque no fui”, cuenta Herminia Flores Vázquez, una joven na savi (mixteca). “No pude porque todavía hay clases”, explica.

Herminia Flores Vázquez tiene 15 años y estudia en la ciudad de Tlapa de Comonfort. El lugar al que no fue es un campo agrícola en Sinaloa, adonde su familia, originaria de la comunidad de Cochoapa El Grande, municipio de Metlatónoc, partió hace tres meses.

Sus padres fueron a trabajar como jornaleros agrícolas, al corte de tomate, chile y pepino, “para sacar dinero”, porque en su comunidad no hay trabajo. Pero su mamá, Porfiria Vázquez García, que tenía unos 30 años, ya no va a regresar. Murió en Villa Juárez luego de haber trabajado en El Guayabito, uno de los tres campos que posee la empresa El Serrucho.

Porfiria Vázquez García se fue junto a su marido, Margarito Flores Vázquez, y su hija menor, de 12 años, quien no trabajó en el campo sino que “le preparaba la comida a sus papás”.

Para ir a Sinaloa, ellos pagaron el camión hasta Tlapa y subieron al autobús, pero no se registraron en alguna lista que el gobierno hace de los jornaleros que se van. El acuerdo fue con un enganchador particular de Villa Juárez, quien los entusiasmó al decirles que en ese estado del norte “hay trabajo y hay seguro”. Les cobró por persona 500 pesos: 400 por el transporte y 100 de alimentos, aunque sólo recibieron una comida al día, durante los tres del viaje.

Una vez allá, Porfiria Vázquez García trabajó en un campo y su marido en otro, en uno llamado San Francisco. Ganaban 55 pesos al día y trabajaban desde las 7 de la mañana hasta las 4 de la tarde. Tenían los domingos libres y la esperanza de recibir los 400 pesos que les habían prometido para comprar su pasaje de regreso cuando finalizara el trabajo. Dinero que, por cierto, nunca les dieron.

“Pagaban bien barato”, critica Mario Vázquez García, hermano de la mujer. Y relata que estaban “un mes con trabajo y un mes sin trabajo”, que “el patrón dice ‘nomás un mes’ y luego se va”. Este indígena na savi de 27 años trabajó durante dos semanas y luego volvió a su casa. El dinero ganado tuvo que gastarlo en el viaje de vuelta a Guerrero.

Ella no quiso volver. “De aquí voy a caminar para el otro lado, a Baja California”, dijo. No pensó que iba a enfermar, dice de su hermana, quien de los tres meses que permaneció en Sinaloa sólo trabajó un mes porque los dos últimos no pudo.

“Empezó calentura y no se quitó, le dolía su cabeza, se le cerró el pescuezo y no le pasaba comida”, describe Mario Vázquez García.

“Ya no comía, después quedó bien flaquita”, recuerda, y agrega que “casi no tenían dinero porque ya no había más trabajo”. Entonces él regresó a su comunidad “para conseguir dinero y enviarles para curarla”. Mientras tanto, su hermana y el marido se quedaron y, sin éxito, “esperaron un mes para que les dieran los pasajes”.

“Con dinero de nosotros, porque nadie nos ayudó”, dice el hombre, Porfiria Vázquez García “fue al médico tres veces”. Recibió atención médica en el pueblo de Costa Rica y luego en Villa Juárez. La primera vez le dieron una inyección y pastillas y les cobraron 300 pesos. En la segunda ocasión le dieron más inyecciones y pagó 600 pesos.

“Decían que estaba embarazada, pero no”, y finalmente, “la operaron y le sacaron una bola”.

“En Culiacán le sacaron una bolita, después enfermó de dolor de cabeza y con eso murió”, afirma Herminia Flores Vázquez. Y comenta que desde antes de ir a Sinaloa, su madre “tenía la bolita adentro de ella que no la dejaba almorzar”. Sin embargo, “ella enferma pero se levanta, y otra vez así”, porque “en el pueblo rezan y se compone la gente, entonces se puso bien y fue a trabajar”, cuenta la mayor de las hijas.

Anunciaron por radio la muerte

Porfiria Vázquez García murió el 12 de mayo. Los familiares que estaban en Cochoapa El Grande lo supieron a través de un aviso en idioma na savi que emitió la radio XEZV, La Voz de la Montaña. Rutilio Vázquez García, su hermano menor, “estaba sembrando en el cerro” cuando su mujer le dio la noticia.

Los familiares, por su parte, no saben “quién es René Ruiz”, persona que dio la información para el radioaviso. Y tampoco conocen la causa de la muerte de la mujer.

“Faltó medicina o algo”, suponen.

El viernes pasado el cadáver fue llevado a Acapulco, para luego ser trasladado a Tlapa de Comonfort y más tarde a su comunidad de origen. Según informaron los hermanos Vázquez García, las gestiones fueron realizadas por la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos de Guerrero (Codehum) de Acapulco. Sin embargo, ignoran quién hizo los trámites para el traslado desde Sinaloa a Acapulco.

Porfiria Vázquez García murió en la búsqueda de un medio de subsistencia. El deseo de hacer frente a la pobreza, al alto grado de marginación y a la falta de empleo que sufre su comunidad indígena la llevó al norte del país, a realizar una labor dura a cambio de una paga magra. No imaginó que en el esfuerzo perdería su vida.

En la región de La Montaña de Guerrero el acceso a la salud es un privilegio. No hay servicios de salud gratuitos para los habitantes pobres. Las casas de salud de las comunidades indígenas, en su mayoría, carecen de médicos y de medicinas. Los indígenas de La Montaña no sólo tienen que partir en busca de trabajo, sino que abandonan sus pueblos en un estado de salud que no es el más propicio para las tareas que realizarán.

Porfiria Vázquez García murió sin saber qué padecía. Al igual que muchos otros indígenas que se enferman, no reciben atención médica porque no pueden costearla y un día se mueren sin siquiera haber escuchado el nombre de la enfermedad que sufrieron.

A ella le habían prometido que cuando llegara a su trabajo en Sinaloa iba a tener seguro médico. Fue un engaño más de los que les hacen a los jornaleros agrícolas. Uno de los tantos engaños en los que se sostiene este sistema de “contratación” de mano de obra barata, el cual se basa en la explotación de indígenas (no sólo de hombres y mujeres na savi, sino también de me’ phaa y de nauas) y de campesinos que ven en los campos del norte la única oportunidad de trabajar y de ganar algún dinero que, mientras dure, les permita sobrevivir.